Un niño ha matado a un profesor con una ballesta, y llevaba además un machete y material para fabricar un cóctel molotov. Es un niño, y por eso no se le puede exigir la misma responsabilidad que a un mayor; vale. Podría tratarse de un enfermo mental; ciertamente. Son opiniones estas, o parecidas, las que están aventurando los medios en estas hora. No he oído aún alusión alguna al masivo consumo de realidad virtual por parte de los menores. El tiempo y la atención que los pequeños dedican a juegos electrónicos lo sustraen de contacto con el mundo real, del que se puede llegar a perder la noción, originándose una confusión más que nociva. Ya se han dado casos trágicos
martes, 21 de abril de 2015
viernes, 17 de abril de 2015
COMPRANDO EN CHINO
El chino de la esquina me es muy
útil en algunas ocasiones en que vuelvo a casa tarde y no me apetece emplear 15
o 20 minutos en ir al supermercado, cuatro manzanas más allá.
Son minúsculas las compras que hago,
como un cartón de leche, unos yogures, una botella de vino. Se trata de hacer
puente con el día que ya necesitamos encargar un pedido completo.
Tenemos otros dos chinos cerca. Uno
lo regenta una pareja muy joven, y el otro una pareja cuarentona. Los primeros
hablan español muy bien. Los segundos, sólo la mujer sabe decir y entender lo
indispensable. Ella es también la que despacha, él siempre está sentado frente
a una pantallita devorando vídeos en chino.
El chino de la esquina es un
cincuentón, o quizá ya en los sesenta, como su mujer, pequeña, risueña que sabe
unas cuantas palabras, como los números, y dice “tles” y “cuatlo”. El marido
pronuncia mucho mejor, pero se expresa con un estricto ahorro
sintáctico, cuando no de vocablos.
-Buenos
días.
Silencio.
-¿Tiene
queso de Burgos?
Abre
una vitrina fría y saca una cajita:
-Queso.
-No,
esto no es queso de Burgos. Es nata.
Me
mira. Hurga más adentro y extrae una cuña de queso:
-Queso.
-No,
no, gracias. ¿Me da un cartón de leche semidesnatada?
-Me
señala con el brazo a un rincón de la tienda.
Obedezco
la indicación.
-Y
una botella de vino.
Encara
una estantería y va pasando la mano por las botellas.
-¡Ese!
¿Cuánto vale?
-Cuatro.
-Vale.
Le
pago, lo mete todo en una bolsa de plástico, me la entrega y me despido.
-¡Adiós!
Silencio.
¿Le
importa que compre en su tienda? Supongo que sí, pero no lo parece, no lo
aparenta.
Tampoco
me conoce cuando nos cruzamos en la acera más temprano; él empujando el carrito
de la compra, procedente del supermercado con los artículos que luego me vende.
Y va con la cabeza alzada, los ojos presos de melancolía, perdidos en remotas
latitudes y años, pisando un suelo en el que siempre se sentirá extraño.
miércoles, 8 de abril de 2015
NOTAS EN EL AIRE
Ya hace más de medio año que está libre el puesto de la esquina del semáforo.
El primero en ocuparlo fue un joven acordeonista, desgarbado y de ojos ardientes. Y recuerdo muy bien el día que se estrenó. Por la abierta cristalera de mi cuarto de estar se colaron sus notas y me asomé al balcón, y en la acera opuesta del paso de cebra, vislumbré al músico.
Al principio tocaba con mucho ardor, pero luego decayó. Sus melodías sonaban cada vez más desganadas y con menos frecuencia. Era una gélida actuación frente a la racanería de los transeúntes, yo uno de ellos. Miraba a la acera de enfrente y, si entre los peatones que esperaban el verde del semáforo, no veía interés, los recibía sin música, los brazos caídos. Debía tener un criterio para seleccionar a los posibles donantes, o quizá ya se sabía quién lo gratificaba y quién no: los cruces de peatones ven pasar a los mismos vecinos varias veces al día. Hasta que el muchacho dejó su esquina, para ser pronto reemplazado por un flautista algo mayor, quien sólo actuaba los domingos, pero no duró mucho.
Luego tomó el relevo un viejo violinista que arrancaba tan sentidos acordes que algunos levantaban o subían la cabeza, tocados seguramente en sus fibras más íntimas, y agradeciéndolo con monedas que echaban en su cajita metálica: yo a veces vi bastantes.
Pero no aprovechó su éxito mucho tiempo el anciano. Desapareció cuando ya debía llevar un mes. Fue el último en ocupar el puesto.
Yo me asomo a veces a mi balcón y me pregunto qué habrá sido de estos tres músicos callejeros, de los que aún vuelan y revuelan notas por aquí.
El primero en ocuparlo fue un joven acordeonista, desgarbado y de ojos ardientes. Y recuerdo muy bien el día que se estrenó. Por la abierta cristalera de mi cuarto de estar se colaron sus notas y me asomé al balcón, y en la acera opuesta del paso de cebra, vislumbré al músico.
Al principio tocaba con mucho ardor, pero luego decayó. Sus melodías sonaban cada vez más desganadas y con menos frecuencia. Era una gélida actuación frente a la racanería de los transeúntes, yo uno de ellos. Miraba a la acera de enfrente y, si entre los peatones que esperaban el verde del semáforo, no veía interés, los recibía sin música, los brazos caídos. Debía tener un criterio para seleccionar a los posibles donantes, o quizá ya se sabía quién lo gratificaba y quién no: los cruces de peatones ven pasar a los mismos vecinos varias veces al día. Hasta que el muchacho dejó su esquina, para ser pronto reemplazado por un flautista algo mayor, quien sólo actuaba los domingos, pero no duró mucho.
Luego tomó el relevo un viejo violinista que arrancaba tan sentidos acordes que algunos levantaban o subían la cabeza, tocados seguramente en sus fibras más íntimas, y agradeciéndolo con monedas que echaban en su cajita metálica: yo a veces vi bastantes.
Pero no aprovechó su éxito mucho tiempo el anciano. Desapareció cuando ya debía llevar un mes. Fue el último en ocupar el puesto.
Yo me asomo a veces a mi balcón y me pregunto qué habrá sido de estos tres músicos callejeros, de los que aún vuelan y revuelan notas por aquí.
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