Las tardes estaban cerrados los
negociados del Ministerio y los marineros quedábamos reintegrados a la vida
puramente cuartelera. Un día nos daban una charla de higiene, otro hacíamos
ejercicios físicos, un ensayo contra incendios, etc. Yo, y otros muchos según
pude observar, realizábamos aquellos deberes con desgana, con la renuencia que
provocan las obligaciones impuestas. A las siete, por fin, sonaba el brioso
toque de corneta que avisaba para la cena, y después de ésta, correctamente
uniformados, se nos permitían unas horas de paseo.
Día a día, aquella vida tan regimentada,
tan ajena a todo estímulo intelectual, empezó seguramente a ensombrecer mi
estado de ánimo. Hasta que a las siete de la tarde, si mal no recuerdo, sonaba
la corneta, que con brioso acento, anunciaba la hora de cenar.
Después de la cena, correctamente
uniformados, se nos permitían unas horas de paseo. Pronto hice algunos amigos, estudiantes como yo, con
los que me juntaba en las horas de asueto.Pero aquel régimen tan estricto, rígido e insoslayable
me fue poco a poco acongojando, si bien hice de tripas corazón. Hasta que
empecé a sentir dolor de garganta, seguido de fiebre. Me fui a la enfermería y
el capitán médico me mandó al hospital militar para ser operado de anginas.
Creo que estuve internado en el susodicho
hospital tres semanas largas, y allí me
repuse física y síquicamente. Olvidé el opresivo ambiente del cuartel, tomé
comida sabrosa -la del Ministerio era detestable- me relajé y leí. La noche que
volví a meterme en mi litera del cuartel, me noté fortalecido frente a la
estricta rutina de la vida militar, que seguramente me había estado afectando.
1951
En algún apartado de mi expediente
militar, debía constar que había iniciado una carrera universitaria, y
posiblemente eso me valió para que no me encomendaran guardias o trabajos
físicos.
Un buen día, como a otros marineros con
más o menos estudios, me asignaron la
ocupación de “ordenanza”, adscrito a uno de los grandes departamentos del
Ministerio, donde mi misión era llevar y traer papeles de un despacho a otro despacho y, para
variar, me encomendaban café y cigarrillos del bar.
Debo
decir ya que durante el curso académico 1949-1950, yo había residido en
Granada, cursando el primer año de la
licenciatura de ciencias químicas. Mi paso por la Universidad de Granada, con dos
asignaturas suspensas, no fue precisamente brillante, si bien en aquellos meses
pude darme cuenta de que me había equivocado de carrera, que no me entusiasmaba
la química, ni la física, ni las matemáticas. En definitiva, que llegar a ser
un científico había dejado de ilusionarme. Lo mío, ya lo veía bastante claro,
eran las humanidades, aunque no tenía todavía una predilección concreta. Dejaría las ciencias y me matricularía en la Facultad
de Filosofía y Letras, pero había un gran problema: yo no tenía un real, mi
familia vivía muy precariamente: sobrevivir lo lograban con grandes apuros. En Granada había vivido de una media beca de
comedor y de unas horas de clases particulares que di; y había pasado hambre y
frío. Lo había pasado mal, hasta el punto de que viendo aproximarse la fecha de
mi reclutamiento, decidí acogerme a la posibilidad de contar con un techo y
mantenimiento castrenses durante dos años, y después ya veríamos. De haber
contado con medios económicos, qué duda cabe que habría solicitado la prórroga
que normalmente se concedía a los estudiantes; o mejor todavía, me habría
acogido a la posibilidad de hacer el servicio militar durante los veranos en
las Milicias Universitarias.
En mis planes figuraba también el ser destinado a
Madrid, al Ministerio de Marina. En Madrid, obviamente, tendría más
posibilidades de abrirme paso que en la mayoría de las ciudades. Mi preferencia
no era descabellada si se contaba con alguna “influencia”, palabra por entonces
muy usada. Y yo hice uso de dos. Una, la del Comandante Jefe del Cuartel de
Instrucción de Cartagena, Verdugo de apellido –no se me puede olvidar- al que
expuse mi pretensión, en amable
entrevista que me concedió. También escribí a un ilustre jefe de la Marina, don
Alfredo Saralegui, el fundador del Instituto Social de la Marina, del que mi padre había sido colaborador. De él
hablo un poco más adelante.
Instalado ya en el Ministerio, las
mañanas se me hacían interminables. La mayor parte del tiempo la pasaba sentado
en un banco de pasillo, a ratos charlando con Tomás y con Juncal, otro
ordenanza funcionario, pero dependiente de un negociado contiguo. Los dos
vestían uniforme y eran maestros en cuadrarse cuando pasaba por allí algún
oficial. Juncal se leía el diario deportivo de cabo a rabo, y a veces daba
cortos paseíllos. Tomás era más comunicativo y, desde el principio, asumió
respecto a mí una relación protectora.