Finales de diciembre,
hace un frío desaforado, agresivo. Lo estoy notando en mis carnes y en las de
los demás viandantes. Normalmente suelo distinguirme de ellos: yo voy tiritando
cuando la inmensa mayoría pasa tan a gusto.
El frío, estoy observando este invierno, me produce ganas
urgentes de orinar. Hoy ya me puedo apenas contener; pero estoy en la
calle, entre gente, donde no está bien visto arrimarse a un poste o un árbol y
evacuar. Entonces me meto en una cafetería, rápido, hasta el fondo, donde suelen
estar los evacuatorios. Pero no abre la puerta. Es “Sólo para clientes”. Así
que pido en el mostrador un café y la llave del aseo. En seguida estoy
desaguando: qué gloria, qué felicidad por el precio de un euro treinta y cinco.
Pero colega, qué gran negocio también.